Entre mis lecturas de verano, reservé un
ratín para leer el libro de un compañero de la Coral Casablanca. El tenor Miguel
Iglesias Pazos, en su libro ¡Qué Calvario de Vida! reproduce diversas
situaciones del Vigo (al fin, de la España) de los primeros años 60. Entre otros
temas, toca el de los malos tratos que sufrían tres niños y su madre, Avelina,
por parte del cabeza de familia, un alcohólico al que sus hijos confesaban
desear la muerte para poder “vivir tranquilos”.
Efectivamente, un día el hombre apareció
muerto y la presunta asesina, su esposa,
tampoco se esforzó mucho en esconder las pruebas del delito (se ve que entonces
no emitían C.S.I.).
Esto es lo que cuenta Miguel Iglesias en su
libro, al final del capítulo:
“Todas las sospechas recaían en Avelina.
La policía disponía de pruebas suficientes para detenerla, habían encontrado
mata ratas en su casa. El comisario le había realizado un “intensivo
interrogatorio” (…).
- Pero, ¿qué hacer con sus tres hijos? –
Menudo problema nos van a crear ahora esos tres chavales, ¿dónde los metemos?-.
Se preguntaban los polis. Mejor dejar las cosas como están y dar el caso por
cerrado, nadie va a echar de menos al difunto.”
Así, los niños se fueron a pasar una
temporada a la aldea, junto con su madre y después volvieron y pudieron vivir
una vida relativamente normal.
Pensemos ahora qué habría ocurrido ante
la misma situación en el siglo XXI:
Avelina habría escondido el matarratas
que echaba en la comida de su marido, pero la autopsia habría revelado que la
comida preparada por la esposa contenía veneno, luego habría resultado culpable
de asesinato. Ante esto, habría pasado unos buenos años entre rejas; los
servicios sociales se habrían hecho cargo de los niños, que habrían deambulado
entre unos centros y otros hasta la mayoría de edad, cuando quién sabe qué habría
sido de ellos.
Todo esto si los malos tratos no hubieran
sido denunciados previamente por una vecina, en cuyo caso se habrían llevado a
la mujer y sus tres hijos a un centro “súpersecreto” que el marido habría
descubierto y, en un descuido, se habría cargado a Avelina. Al final, los niños
acaban huérfanos sí o sí. Pero sin duda el final menos malo de los tres es el
que parece más salvaje, el de aquellos rústicos años 60 en los que los
servicios sociales no intervenían en estos casos y al final se hacía “la vista
gorda” para no complicar las cosas que no requerían complicaciones.
Considero que los servicios sociales son
necesarios y llevan a cabo una labor impagable en esta sociedad salvaje en la
que ya nadie se preocupa por sus vecinos, por vivir en comunidad, por saludar
al de al lado y por seguir la filosofía del “hoy por ti, mañana por mí”…
Lo que me asusta es que resulten TAN
necesarios. Lo normal sería que siguiéramos preocupándonos por el vecino y que,
si vemos a una persona tirada inconsciente en una estación de tren, avisemos al
guardia de seguridad y que no se quede esa persona abandonada durante horas,
como ocurrió hace un par de años en alguna ciudad española. ¿De verdad somos
humanos cuando ignoramos de semejante manera a nuestros iguales?
Y, para completarnos a las supuestas
personas, ya tenemos a la administración: realmente se ven aberraciones
impuestas, no por los servicios sociales, que suelen verse maniatados con frecuencia,
sino por unas leyes que poco se acercan a la realidad cotidiana. Se han vivido
situaciones tan rocambolescas como el caso de esa menor que se pasó casi un año
de su vida en un centro de menores, cuando ambas familias, por parte de padre y
por parte de madre, se ofrecían gustosas a acogerla en sus hogares. ¿Por qué no
podía estar con su familia? Porque presuntamente había sido víctima de abusos
por parte de su padre. Y en una situación tan delicada, introdujeron a la pobre
víctima en un ambiente absolutamente extraño y desagradable, de manera que la
propia niña declaró estar viviendo un infierno indescriptible.
¿Qué mundo estamos creando?
MEDITEMOS…